En los últimos tiempos, por razones de sanidad o seguridad, los productos agroalimentarios han visto aumentar las leyendas en sus etiquetas. Ello ha despertado las reticencias de las industrias y también las críticas de los consumidores por el uso de una letra tan pequeña que es difícil de leer en el momento de la compra.
A este conjunto de mensajes sobre el contenido, la composición, el origen o el mantenimiento de un producto se añade ya -y se va a generalizar a corto plazo- la inclusión de una nueva: la huella de carbono, un indicador que recoge la cantidad de gases causantes de efecto invernadero que se emiten en el ciclo de vida de un producto desde su producción hasta su comercialización.
Respondiendo a la creciente sensibilidad social ante el calentamiento de la Tierra, el cálculo y la información sobre la huella de carbono constituyen actividades en las que ya están implicadas las firmas de normalización, los grandes grupos de distribución alimentaria, la Unión Europea y diferentes Gobiernos.
Por razones comerciales o de imagen, como un compromiso con el medio ambiente, son varios los grandes grupos de distribución -Tesco, Wal-Mart, E. Leclerc, Marks & Spencer- que exigen ese etiquetado a la industria agroalimentaria. Sin embargo, al margen de que hoy tenga un componente de imagen, la realidad es que la huella de carbono puede tener un gran impacto económico sobre las industrias y los productores en general. En esta línea también se hallan multinacionales alimentarias, que exigen ese dato a sus proveedores en origen y que deciden comprar o no determinado producto en función de si son capaces de proporcionarlo.
Aunque la exigencia de su aplicación generalizada puede producirse a corto plazo, hoy no casi hay nada hecho. Es indispensable desarrollar una nueva legislación sobre el ecoetiquetado para lograr una armonización de la metodología utilizada para su cálculo con datos comparables y evitar así una proliferación de sellos distintos que provocaría una mayor confusión.
Manuel Sánchez Brunete, responsable de los programan agroalimentarios de Inclam CO2, explica que dependerá de cómo se diseñe esa normativa que determinados productos o países tengan ventaja sobre otros a la hora de la comercialización. En su opinión, calcular la huella de carbono en una empresa no debe ser un punto de llegada, sino de partida, para mejorar su gestión y eficiencia energética.
En España, desde la Administración agroalimentaria hasta el Parlamento, se están desarrollando trabajos en esta dirección, aunque hay países, como Francia, que llevan una gran delantera.
A la hora de medir el impacto medioambiental de un producto es importante definir o decidir antes en esa normativa si la huella de carbono será el único indicador o si también se considerarán otros parámetros como el uso de agua o de energías renovables.
En este escenario, Francia tendría ventajas, al usar una energía más eficiente, como la nuclear, al margen de otros riesgos. Para las exportaciones españolas sería negativo el impacto del transporte, al ser un país periférico en Europa con un dominio de la carretera sobre el tren. Se debería definir si en las normas sobre el etiquetado de la huella de carbono de un producto se debería tener en cuenta su efecto sumidero por captar y fijar CO2 y si su balance fuera positivo.
En la agricultura, las mayores emisiones de gases de efecto invernadero corresponden a los fertilizantes, que suponen el 40%, sobre todo por el uso de los abonos nitrogenados. El 25% corresponde a los combustibles. En la ganadería, la mitad de los gases emitidos son metano producido por los animales.